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Ni siquiera tenemos la mejor muerte del mundo


Y nos quieren convencer de que si mueren es lo mejor para nosotros. 
Para tener futuro, oiga, que sigan muriendo. 
Sumemos, y al bollo.
Nos obligan a aceptar que 400 fiambres al día es una cifra cojonuda para continuar procreando y pagando impuestos. Y no precisamente por este orden, claro.
Y mientras (a lo mejor es una locura), la poesía languidece, y con ella la libertad, pero hablo de esa libertad que no tiene que ver con la política (que es importante, a veces), sino de esa otra que está más cerca de los sentimientos, de la célula vital de toda sociedad, la familia.
Confieso que tengo mucho más miedo a la dictadura del miedo que al virus.
Mucho más miedo a la persecución del Gobierno y a Rosa María Mateo que a morir un día de estos.
Yo era libre, antes, y quiero seguir siendo libre ahora. Aunque sepa que a lo mejor me queda el tiempo justo para despedirme de mi familia, de mis clásicos, de un par de amigos, los justos, del buen café del medio día y del bizcocho casero.
Pero lo que no quiero es vivir acojonado, cediendo ante el terror y la nueva dictadura del siglo XXI.
Quiero despertarme mañana y no tener que leer que en España hay casi treinta y cinco mil profesionales sanitarios contagiados. Que más de mil doscientos han pasado a engrosar esa lista en solo veinticuatro horas.
¿Es que para salvar vidas hay que morir como perros en los hospitales de España?
¿Es mucho pedir a los que dicen estar salvando a los ruiseñores, que no condenen a muerte a los hacedores de vida?
No quiero abrir los ojos para ver a la presidenta del Congreso titubear y buscar la orden del mandamás, antes de aceptar el ruego de Pablo Casado para que sus señorías se pongan en pie y guarden un minuto de silencio de nada. Si quiera un minuto, coño.
Porque siguen muriendo, y son olvidados con más facilidad que una mascota querida.
Maldita sociedad que perfecciona su capacidad aniquiladora.
La muerte de más de veintidós mil españoles es a menudo un trastrueque en la agenda de un señor ministro. Poca cosa más.
Los moribundos, ¿cuántos?, se convierten para ese ministro, o para todo un gobierno, en ciudadanos desafectos. Una jodienda mantenerlos con vida.
Se retocan más los discursos, las apariciones de Sánchez y los decretos, que poner interés en conocer las verdaderas condiciones laborales de esos sanitarios que mueren después de currar catorce o dieciséis horas seguidas para salvar una vida. ¡Una puta vida!
Nos mintieron con aquello de que tenemos la mejor sanidad del mundo.
La verdad, aunque duela, es que ni siquiera tenemos la mejor muerte del mundo.




  

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