Me pregunta una persona muy querida si hoy merece la pena ser
optimista.
Me levanto del asiento de mi humilde biblioteca rogándole que
cierre la puerta. Lo hace. La invito a que se siente. Serán unos pocos minutos.
“Que te conozco”. Se lo ruego. Acepta.
Ve que atrapo un libro. No me acerco a ella. Abro la página
que tengo marcada hace tantísimo tiempo.
Leo: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría
de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería
más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más
atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a más lugares adonde
nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y
menos imaginarios”.
Le digo que Borges me vale, que tiene que valerle.
Me regala una sonrisa y sale de la humilde biblioteca.
Lo que no le cuento es que mi admirado Arcadi Espada publica
hoy en “El Mundo” lo siguiente: “…he oído más de una vez algún solista
desgarrado, gritando tontamente como si se acabara el mundo cuando ya se ha
acabado.”
Y hoy domingo he dado las gracias a Jorge Bustos, periodista.
Con humildad le he pedido que recibiera mi agradecimiento. Le he expresado que
no veo nunca la tele, que escucho alguna vez la radio cuando la noche se
desparrama, y que solo la lectura es fiel (espero) portadora de información y
también de pensamientos, reflexiones, un desahogo de sentimientos para hacer
compañía y obtener la mejor fotografía de una España (¿vaciada?) de liderazgo.
Al mismo tiempo, le he transmitido que en esos balcones donde
se aplaude hay más liderazgo que en Zarzuela y Moncloa.
Los aplausos espantan al miedo, pero también convierten a
millones de españoles (muchos millones) en la columna vertebral de la patria.
Para mí, leer es un aplauso constante a la vida.
Leer por ejemplo que hay más de 1.300 millones de personas
confinadas por todo el mundo.
Formamos una gran familia. Asustada, expuesta a
que el enemigo nos arrebate lo más preciado.
El número es idéntico a la población total de China, origen
de esta pandemia, también de la peste negra y para muchos también de la mal
llamada gripe española que se llevó por delante más de 50 millones de seres
humanos.
No es lógico que se hable de soledad.
Solo los viejos pueden hoy alzar la voz y declarar la guerra.
Declararnos la guerra. Y no la tienen perdida si se consigue el milagro (en los
laboratorios también hay milagros) de una vacuna eficaz en corto espacio de
tiempo.
Los viejos nos matarán con la mirada del sobreviviente.Justamente.
Pedirán que toquemos sus carnes, que escuchemos la voz del
condenado a muerte por el hecho de cargar años, trabajo, sudor, lágrimas,
enfermedades y sueños.
Los infectados asintomáticos pueden superar el 80 por ciento
de la población.
Y no todos son viejos, estúpido. No todos son abuelos
encorvados y cansados de la vida.
Yo puedo ser un asintomático a mis 58 años.
“Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos;
no te pierdas el ahora”, Jorge Luis Borges en el mismo poema.
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